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Episodio 024 - Marco Furio Camilo

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Cinco veces dictador. Cuatro veces Tribuno militar. Tres triunfos en Roma. Entonces, por qué lo echaron de Roma?


Transcripción Parcial del Episodio

Hola, les habla Abel desde Pekín, China. Bienvenidos a mi podcast.

El Cuento de Roma, Episodio 24 — Marco Furio Camilo.

“Padre.”

Si bien la voz de Lucio era firme y bien oíble, el viejo Marco no movió ni un solo músculo, postrado en su cama. Lucio volvió a intentarlo, poniendo una mano sobre el hombro del anciano, muy suavemente, pues temía causarle dolor con su toque.

“¡Padre Marco!”

Levemente, Marco abrió sus ojos, y una sonrisa apareció en su rostro.

“¿Has vencido, hijo?”

“Si, Padre,” respondió Lucio, orgullosamente. “Los destruimos por completo, Padre. Y te he traído esto.”

Lucio levantó unos pergaminos a la altura de los ojos de su padre, para que este las pudiera ver. Sin esperar que el viejo preguntara, Lucio le explicó que los pergaminos eran planos de máquinas para estirar cuero, tales como ellos jamás lo habían visto.

Los etruscos, resultaba ser, eran mucho más avanzados tecnológicamente hablando, que los romanos, y parte del botín de guerra eran de inmenso valor para los ingenieros romanos.

Desde cómo hacer arcos de punta triple, para las salidas de agua sucia al rio Tiber, hasta como izar velas de barcos con la fuerza de un solo hombre, casi todo en Veyes era totalmente nuevo para los ingenieros de Roma de aquellos tiempos.

“¡Padre! Esta máquina hasta podrá estirar cuero de renos,” exclamó Lucio, entusiasmado. El taller de escudos no dará abasto, se imaginaba el joven.

“Ah, los renos,” respondió el viejo. “No habrá renos en unos años más, hijo. Ya verás…”

Y el viejo tenía razón. En menos de dos generaciones el clima comenzó a volver a temperaturas como las que regían antes en Roma.

Renos, leones alpinos, y los largos inviernos comenzaron a desaparecer de Roma.

Nunca más el rio Tiber se volvió a congelar.

Cabe añadir aquí que leones alpinos eran las flores que hoy conocemos como el Edelweiss, y no estoy hablando de los felinos africanos. Leones, como tales, habían desaparecido de Italia—y casi toda Europa, ya hace más de mil años, y ahora las flores, llamadas leontopodium alpinum, o leones alpinos, desaparecían de las cercanías de Roma.

“Cuéntame, hijo. Con toda esa ciencia, como lograron entrar a Veyes?”

“Si, Padre. Fue por la obra de los dioses mismos, Padre. Yo fui el noveno hombre en pisar el suelo de Veyes. Y para sorpresa de todos, entramos en el mismísimo templo de Juno, Padre. Para cuando yo salí del túnel que el dictador mandó hacer, solo quedaban dos o tres sacerdotes vivos.”

Lucio le contó a su padre como los romanos habían excavado un túnel para entrar a la ciudad, y como, luego de la caída de Veyes, el ejército se llevó la estatua de Juno misma, a Roma.

“Y eso, Padre, fue porque los dioses mismos apaciguaron las aguas del lago Alba. Y gracias al ingenio del dictador,” añadió Lucio.

Cuando Lucio decía “el dictador,” por supuesto que se refería a Marco Furio Camilo.

“No creas en todo lo que oyes, hijo,” suspiró el viejo. “He oído otras versiones, y no fueron los dioses. Tampoco fue porque un sacerdote etrusco fue capturado por los romanos, hijo.”

“Pero, Padre… Los senadores mandaron gente a Delphi, y cuando…”

“¿Delphi? ¡Ja! No me hagas reir, hijo, y no te comportes como un idiota de once años frente a mis ojos,” el viejo casi explotó, y vigor parecía volver a su rostro.

“Esas historias son para gente que no sabe distinguir entre un ganso sagrado y una gallina común. Y si me cuentas eso porque piensas que se me fue el cerebro, estas cometiendo un pecado, Lucio. Y tampoco me digas cosas lindas de ese hijo de una serpiente, Camilo. Camilo es un Patricio. Y un Patricio jamás ayuda a un plebeyo. Punto y aparte. Igual que Cincinato.”

Silencio.

El viejo Marco solo llamaba a su hijo por su nombre cuando estaba verdaderamente enojado.

Lucio, sorprendido, se calló la boca, y profundamente dentro de sí mismo, se preguntaba cómo era que Padre sabía todo eso. Al parecer el joven había subestimado el razonamiento y el espíritu de su anciano padre.

[…]




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“Padre.”

Si bien la voz de Lucio era firme y bien oíble, el viejo Marco no movió ni un solo músculo, postrado en su cama. Lucio volvió a intentarlo, poniendo una mano sobre el hombro del anciano, muy suavemente, pues temía causarle dolor con su toque.

“¡Padre Marco!”

Levemente, Marco abrió sus ojos, y una sonrisa apareció en su rostro.

“¿Has vencido, hijo?”

“Si, Padre,” respondió Lucio, orgullosamente. “Los destruimos por completo, Padre. Y te he traído esto.”

Lucio levantó unos pergaminos a la altura de los ojos de su padre, para que este las pudiera ver. Sin esperar que el viejo preguntara, Lucio le explicó que los pergaminos eran planos de máquinas para estirar cuero, tales como ellos jamás lo habían visto.

Los etruscos, resultaba ser, eran mucho más avanzados tecnológicamente hablando, que los romanos, y parte del botín de guerra eran de inmenso valor para los ingenieros romanos.

Desde cómo hacer arcos de punta triple, para las salidas de agua sucia al rio Tiber, hasta como izar velas de barcos con la fuerza de un solo hombre, casi todo en Veyes era totalmente nuevo para los ingenieros de Roma de aquellos tiempos.

“¡Padre! Esta máquina hasta podrá estirar cuero de renos,” exclamó Lucio, entusiasmado. El taller de escudos no dará abasto, se imaginaba el joven.

“Ah, los renos,” respondió el viejo. “No habrá renos en unos años más, hijo. Ya verás…”

Y el viejo tenía razón. En menos de dos generaciones el clima comenzó a volver a temperaturas como las que regían antes en Roma.

Renos, leones alpinos, y los largos inviernos comenzaron a desaparecer de Roma.

Nunca más el rio Tiber se volvió a congelar.

Cabe añadir aquí que leones alpinos eran las flores que hoy conocemos como el Edelweiss, y no estoy hablando de los felinos africanos. Leones, como tales, habían desaparecido de Italia—y casi toda Europa, ya hace más de mil años, y ahora las flores, llamadas leontopodium alpinum, o leones alpinos, desaparecían de las cercanías de Roma.

“Cuéntame, hijo. Con toda esa ciencia, como lograron entrar a Veyes?”

“Si, Padre. Fue por la obra de los dioses mismos, Padre. Yo fui el noveno hombre en pisar el suelo de Veyes. Y para sorpresa de todos, entramos en el mismísimo templo de Juno, Padre. Para cuando yo salí del túnel que el dictador mandó hacer, solo quedaban dos o tres sacerdotes vivos.”

Lucio le contó a su padre como los romanos habían excavado un túnel para entrar a la ciudad, y como, luego de la caída de Veyes, el ejército se llevó la estatua de Juno misma, a Roma.

“Y eso, Padre, fue porque los dioses mismos apaciguaron las aguas del lago Alba. Y gracias al ingenio del dictador,” añadió Lucio.

Cuando Lucio decía “el dictador,” por supuesto que se refería a Marco Furio Camilo.

“No creas en todo lo que oyes, hijo,” suspiró el viejo. “He oído otras versiones, y no fueron los dioses. Tampoco fue porque un sacerdote etrusco fue capturado por los romanos, hijo.”

“Pero, Padre… Los senadores mandaron gente a Delphi, y cuando…”

“¿Delphi? ¡Ja! No me hagas reir, hijo, y no te comportes como un idiota de once años frente a mis ojos,” el viejo casi explotó, y vigor parecía volver a su rostro.

“Esas historias son para gente que no sabe distinguir entre un ganso sagrado y una gallina común. Y si me cuentas eso porque piensas que se me fue el cerebro, estas cometiendo un pecado, Lucio. Y tampoco me digas cosas lindas de ese hijo de una serpiente, Camilo. Camilo es un Patricio. Y un Patricio jamás ayuda a un plebeyo. Punto y aparte. Igual que Cincinato.”

Silencio.

El viejo Marco solo llamaba a su hijo por su nombre cuando estaba verdaderamente enojado.

Lucio, sorprendido, se calló la boca, y profundamente dentro de sí mismo, se preguntaba cómo era que Padre sabía todo eso. Al parecer el joven había subestimado el razonamiento y el espíritu de su anciano padre.

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